"Justo ahora, a días del Natalicio de Don Pedro, se nos va Don Juan Mari Brás: Todos lo sentimos como a uno de nuestros padres. Es uno de los padres en la lucha por la liberación de la patria en esta Isla aún esclavizada. Comparto un trabajo sumamente conmovedor de su hija Mari Mari Narváez".
Carlos Reyes
Noticia:Foto tomada del blog Notas para la fugacidad |
Por Mari Mari Narváez.
Especial para En Rojo.
Ir a Mayagüez por el sur siempre me provoca subir muy alto el volumen de la música, bajar los cristales y volver a observar el país con otros ojos, con una mirada mucho más leve y compasiva: la mirada exclusiva de la belleza y la rememoranza.
Invariablemente, y a pesar de que vengo recorriendo ese trayecto toda la vida, el viaje me da la impresión de que soy por primera vez muy libre y que nunca había visto escenarios tan extraordinarios. Trato siempre de recordar los árboles e identificarlos como si cada uno fuera muy distinto del otro, como si de veras pudiera conocerlos todos.
El contraste de la autopista fugaz con el paisaje tan cerca del brazo que saco por la ventana me da la impresión de que no es un escenario real, de que es muy bello para estar tan próximo. En un abrir y cerrar de ojos, se pasa de la costa sanjuanera a la cordillera y de la cordillera a esa especie de desierto sureño seguido nuevamente por la playa y, de ahí, al cerro de casitas en Yauco. Tengo que aceptar que vivo en un lugar único, especial. Por eso respiro y vuelvo a mi último hilo de esperanza, a creer nuevamente que este es un gran país y que un día lograremos respetar su belleza, multiplicarla.
Ese día todo se veía distinto porque acababa de pasar el huracán más devastador de los últimos tiempos. Una encontraba un poste caído aquí, un puñado de árboles sin hojas allá y, en general, un tránsito breve de choferes asombrados.
Llevaba dos días sin poderme comunicar con mi papá. Sus teléfonos estaban muertos y no había electricidad. Justo cuando había pasado el huracán en San Juan, apenas comenzaba en Mayagüez, donde vive él en una casa de madera.
Con todo y que cada calle era un gran desastre, aún una miraba alrededor y veía verde. Verde caído al piso, enchapado en lodo, verde fuera de sí mismo pero verde familiar y refrescante. Hay cosas de la naturaleza y sus torbellinos que son misterios muy grandes. Pero en escenas como aquellas una llega a entender la bondad de los árboles.
La carretera encurvada que llega hacia la casa de papi estaba llena de escombros, y pude ir sobrepasándolos con la ayuda de los brigadistas que, a mi llegada, ya trabajaban en la limpieza. Encayé mi guagua en un río de fango y casi me hundí en él mientras buscaba ayuda pero llegué a su casa. Queda en la cima de un cerro, al final de una calle sin salida. El balcón de arriba, donde está el cuarto que abandoné cuando me independicé y dejé de ir los fines de semana, daba la impresión de que se mecía un poco. Las ramas de los árboles estaban tiradas en el piso y sobre las paredes. Apenas se veía la casa pues todo era un deshecho de matas, lapacheros, planchas de zinc y madera hechas un torbellino sobre las paredes. Juraría que hasta un poco de humo le vi salir a aquella escena.
Desde mi carro, y apretada al volante como a una almohada en un mal sueño, traté de entender todo aquello. Una se adhiere a las cosas materiales porque son el resultado de una vida completa de productividad, o porque sirven de escenarios y utilería para momentos felices o porque sencillamente son parte de uno y nos albergan, nos definen, nos separan un espacio que, por más breve, viene siendo nuestro lugar en el mundo.
Papi no salió a recibirme como siempre y eso me extrañó. No había habido un día en que yo hubiese llegado y él no habría sentido el sonido del auto estacionándose y hubiese llegado hasta el portal, donde se para por unos segundos para luego andar hasta el carro y recibirme con un beso.
Me bajé del auto y vi la entrada abierta entre los escombros. La mesa del comedor estaba en el mismo sitio, hacia el fondo, a unos pasos de la entrada. Pero todo lo demás era un lodo interminable, un reguero de objetos esparcidos a la buena de Dios. En fin, un hogar al que un huracán se le mete por dentro.
Todavía sin haber entrado, escuché ese ‘tac tac tac’ tan familiar y lo seguí poco a poco. Desde una silla en la mesa del comedor, se dio cuenta de mi llegada y subió la mirada desde el papel que sostenía su Oliver mecánica, viejísima.
“Papi…”. Esa primera palabra juro haberla dicho aunque nunca la escuché. ¿Qué haces?, le pregunté en un tono más alto, con miedo y con pena, queriendo sí tirarme a llorar en aquel bache de cosas perdidas pero aguantándome no sé bien siquiera por qué.
“Escribiendo un artículo para Claridad”, me contestó feliz; increíblemente feliz. Se paró rápido de la silla y, sonriente, vino a darme un beso y un abrazo. “¡Qué pasó chiquitina!”, siguió diciendo, como de costumbre. Y lo pongo en exclamación y no en interrogación porque esa es una frase de él más que una pregunta y la repite como saludo, como relleno de silencios y hasta para hacerse el gracioso de vez en cuando.
“¿Viste cómo quedó la casa?”, siguió diciendo entre risas mientras yo me moría por dentro y lo disimulaba tratando de seguirle el juego. Entonces, en plena sala y sin dejar de reírse con esa suavidad de él, miró hacia arriba y yo fui siguiéndole el movimiento con mi cabeza. El sol me dió casi directo en los ojos, y ya no pude contener el llanto.
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